viernes, 22 de agosto de 2008

VISTA DE AMANECER EN EL TRÓPICO. PRÓLOGO

“Parto para La Habana y vienes en mi memoria, en mis ojos, en mi piel… ¡Estoy tan lleno de ti! Gracias por esa música tan dulce que tocas. Te quiero, Li.” Plinio.
Lidia me regaló un cuaderno para que escribiera en él mi nuevo viaje a La Habana.
-Seré tu lazarillo –le respondí. Y tú serás mis ojos. Veré La Habana como no la había visto antes.

La historia, esta historia, arranca aquí.
Antes de despegar, en el aeropuerto, recibí un mensaje de Lidia. Al ver su nombre en la pantalla del teléfono, me ruboricé. Lo leí luminoso. (Me pasa siempre que leo algo suyo)
Al levantar la cabeza, advertí la mirada divertida de mi sobrino Dani que, sentado en el suelo, se había echado a reír.
-Te has puesto rojo, tío Chus, pareces un adolescente.
-Es de Lidia, Dani. (Y Dani entendió lo que quería decir)
El mensaje de Lidia decía así:
Llévame a La Habana, cómo yo te traje a Tenerife, al Puerto de la Cruz, a mis paseos de mar. Sé mis ojos, me lo prometiste. Te quiero, amor. Lidia
Y Plinio llevó a su lazarillo de la mano. El viaje fue único, resplandeciente, irrepetible. El poeta percibió olores que no recordaba; descubrió rincones ocultos, en los que crecían orquídeas; platicó con Lorca en un patio colonial de fuentes y azulejos verdes; se perdió por calles y paseos que le resultaron desconocidos y paseó el malecón, incansablemente, desde antes del amanecer.
Bebió guarapo que le abrasó la garganta, tomó un daiquiri “rebelde” que le refrescó la memoria y comió moros y cristianos que, desde el otro lado del mundo, le supieron a Nicaragua.
La luz del Caribe le resultó tan demoledora que pasó tardes enteras a la sombra de los portalones leyendo a Carpentier; bailando agarrado a mulatas con caderas de ensueño a quienes fascinaba verle tan solo. Plinio jugó con caimanes y unicornios, con serpientes de mar, con mares de serpientes de mar.
Y se dejó amar. Se dejó deslumbrar de nuevo. Y como otras veces se enamoró. Radicalmente. Sin tregua ni pausa algunas. Hasta quedarse sin aliento.
Fue como si Plinio acariciara la piel de su amada por primera vez.
JESÚS ÁNGEL REMACHA -PLINIO-

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