viernes, 22 de agosto de 2008

VISTA DE AMNEC ER EN EL TROPICO. LAS LIBRERIAS DE LA HABANA -2-

Te he traído a La Habana y te paseo por el Malecón. He caminado con paso rápido, con paso de vértigo devorando los perfiles de mi amada: el bunker de la embajada rusa; la casa de América (Galeano y Cortázar estaban aquí); la oficina de intereses yanqui; los cien mástiles negros; patria o muerte, venceremos… el Hotel Nacional.
La foto de Fidel, ya con canas: la de los cinco presos en Miami, (malditos yanquis); la Rampa sin jineteras; el hotel Habana Libre sin Al Capone… Haydeé, ¿dónde estás? Deyanira, ¿dónde estás? Macarena ya no estás. Camilo vende el Gramma y Juventud Rebelde con su bicicleta. Roberto ofrece el Caimán Barbudo y la inevitable moneda de plata del Che.
Pero yo sólo quiero recorrer el camino, encontrarme con las casas azules, verdes, de plata. Pasar de largo de la lujosa mansión con la banderita española. Y darme de bruces con el castillo del Morro, con la Plaza de Armas. Y si puedo, llegar hasta la catedral.
Siento la Habana está más fascinante que nunca. Su luz me atrapa como el hilo de Ariadne. Me envuelve en una tela de araña, en un laberinto de luminosidad. Soy incapaz de encontrar salida alguna. Dani viene en mi socorro, me salva y vuelvo con él, al hotel, a desayunar.

El sol empieza a levantarse y ya pica. Hacemos los seis kilómetros en apenas un suspiro. A un lado, columnas y ventanas abiertas. Al otro el mar.
Desayunamos tranquilamente. Mucha fruta: mango, papaya, melón, sandía fresquísima, jugo de banana y tamarindo, una piña dulcísima, agua fresca, guayaba, unos trozos de mamey y una pizca de aguacate… Un poco de jamón con tomate. Leche de soja con cereales. Ninguno tomamos café.
Las calles de la Habana ahora me resultan extrañas. ¿Qué le pasa a ésta ciudad? De pronto caigo en la cuenta. (Ninguna mulata se acerca a ligar conmigo. Ninguna me habla. Ninguna quiere platicar. Nadie me ofrece una sonrisa. Ni siquiera una cerveza… Ni un beso furtivo o ardiente. Ni un trago de ron.) Sin embargo, de vez en cuando, (demasiado a menudo para mi gusto) un mulato te guiña un ojo- (¡Eres tan guapa!). Te sonríe y tu corazón salta. Tus pasos se agitan. Es increíble que sigas conmigo.

Hoy hemos comido en la Bodeguita del Medio, cerca de la catedral. Tú te has pedido una ensalada de piña, mango, coco y papaya con yogurt, y yo, mi primera cerveza fría. Una Bucanero.

Me he puesto a recordar.
Recuerdo uno de mis primeros viajes. Yo viajaba con Matilde. Íbamos a Nicaragua en un proyecto de solidaridad. Nos quedamos una semana en La Habana. Ya estaba fascinado con esta ciudad. Un año antes, la había descubierto. Fue en febrero, había recorrido decenas de escuelas e institutos, escuchado cantar a Pablo y Silvio, saludado a Fidel.
Había visto sentado en un teatro, justo detrás de mí, a García Márquez. Tomado café con gente desconocida. Escuchado cantar a dios: era una mulata preciosa con una voz angelical. Había platicado con cientos de personas: del mundo, de la vida, de Cintio Vitier, de Herminio Almendros, de Marx…
Me había subyugado la desinhibición de la gente, su alto nivel educativo, su extrema pulsión sexual.

Era una Habana entrañable y magnifica, sin tiendas ni turistas, igualitaria y libre. La única ciudad del mundo en la que había enormes colas para comprar cualquier libro.
Por aquel tiempo se presentaba en la Moderna Poesía –siempre fue mi libre ría favorita- el último libro de Gabo: El amor en los tiempos del cólera. La fascinante sensación de ver una fila de más de mil personas que serpenteaba por unas calles llenas de luz, esperando comprar el libro, es una de esas imágenes que uno no puede olvidar.
En aquel viaje, ni cervezas había.

A veces, ni aquí en la Bodeguita. Una mañana fascinado, extenuado por una ciudad que se ha convertido en una debilidad para mi, llegué deslumbrado entre sol y soportales hasta este rincón en el que ahora como contigo.
Por entonces ya sabía aquello de “un mojito en el Floridita y un daiquiri en la Bodeguita”. Vivía Nicolás Guillén, Yo estaba en el paraíso y en todos los rincones se escuchaba la canción de Carlos Puebla en homenaje al Che. “Aprendimos a quererte…
En este rincón fresco, que luego se ha ido llenando de turistas, quedándose vacío de cubanos; el camarero me sirvió una Cristal exquisita. Y fría. (Inaudito) Debió verme con sed, porque me dijo: -si va tomarse otra cerveza, resérvela, sólo nos queda una.
Así era aquella Habana que, a veces añoro y a veces encuentro en muchos rincones.
Hoy, como antes, como siempre, La Nueva Trova y Compay Segundo tocan salsa. Te siento reír emocionada, cuando te muestro una foto con la firma de Silvio Rodríguez.
Canto tan mal que sólo me atrevo a recitar una canción suya. Una que me sorprendió cuando desencantado del curso de las cosas en España, buscaba un rincón cercano al paraíso. Ese rincón que encontré en la Cuba de 1986. Con la que me citaría, furtiva y gozosamente otras muchas veces. Vivo en un país librecual solamente puede ser libreen esta tierra, en este instantey soy feliz porque soy gigante.
Amo a una mujer claraque amo y me amasin pedir nada—o casi nada,que no es lo mismopero es igual.Y si esto fuera poco,tengo mis cantosque poco a pocomuelo y rehagohabitando el tiempo,como le cuadraa un hombre despierto.
Soy feliz,soy un hombre feliz,y quiero que me perdonenpor este díalos muertos de mi felicidad. En la calle nos espera un sol de fuego. Una luz cegadora. (Un disparo de nieve) Un sol tan peligroso como el de Cádiz.

La Habana es Cádiz con más negritos. Cádiz, La Habana con más salero.
Te llevo a la Plaza de armas. A la plaza de los capitanes en la que está la silla de aquel rey de España, que nunca vino a esta República.
Decenas de puestos con libros, una suerte de Feria del libro antiguo, de librerías de viejo en las que la cubanía vende los libros que les regaló la Revolución. Compran y venden libros para saciar esa sed de saber, esos libros que ya no se publican. Esa hambre que ha agudizado la llegada del turismo.
Compramos La muñeca abandonada de Alfonso Sastre, Ismaelillo de José Martí, una edición espléndida de La ciudad de las columnas de Alejo Carpentier, Paradiso de Lezama Lima y la Historia me absolverá, el libro de Fidel.
Te regalo un ejemplar antiguo de Oros Viejos. De Herminio Almendros. Y te hablo de la importancia de este exiliado español y de este libro de cuentos en el que viven califas, titanes y emperadores.
Uno de esos libros entrañables, como aquel de Moreno Villa, Lo que sabía mi loro en el que el poeta del 27 cuenta a su hijo canciones, retahílas, fragmentos de su memoria exiliada en México.
Lástima de libro, lástima de país tan desmemoriado.
Hay miles de libros de viejo, libros viejísimos. Libros que huelen a polvo de viento como éste que tengo entre mis manos. Cuentos negros de Cuba.
Lees el título, acaricias la portada, lo abres…
Huele a pan recién hecho.
La tarde luce magnífica. Me acerco hasta mi rincón favorito en el Malecón. Allí siento todo el impacto de esta ciudad tan fascinante.
Antes he pasado por el hotel Ambos Mundos. Me pido un daiquiri. Los ritos. Tiene un punto de azúcar que me alegra la tarde.
El Malecón. Aún esta vació. Pero dentro de un rato, La Habana entera se llegará hasta aquí. Vendrán parejas y familias, grupos de amigas, enamorados, mujeres solas también. Vienen con su inseparable botella de ron. O con su botella de agua.
Se quedan hasta que ya ha entrado la noche. Simplemente miran el mar o la ciudad. Como pasa el tiempo. Como se detiene. También se bañan aprovechando las piscinas naturales, entre las rocas,
Muchos se detienen. Piden un fósforo. Preguntan cómo es el lugar del que vienes. En que trabajas, Cual es tu nombre…
Me gusta La Habana por esto. Porque puedes sentirte como en casa. Acogido. Libre. Feliz. Eh, amigo.
Es una ciudad sonriente, cálida, entrañable, hospitalaria. Mi alma gemela. La ciudad en la que me gustaría vivir.

No hay comentarios: