miércoles, 2 de abril de 2008

AMARANTA Y JAMED -1-

Jashiba detuvo su dedo en el aire. Exigió silencio y comenzó a relatar la más extraordinaria historia de amor.
“Vengo allende los mares, del país del fuego y la nieve. De un país fascinante en el que la media luna, el sol naciente y la estrella de David convivieron a través de los siglos.”
“Vengo de un país luchador y heroico que luchó en mil batallas y volvió a renacer otras mil veces de su sangre y sus cenizas. Un país que guarda en su memoria, la memoria de cuántos pueblos preñaron su tierra”

Allí conocí esta historia. Es una historia triste, tan triste como el hombre que desde hace siglos cargaba con ella. Yo le conocí. Me impresionaron sus ojos y su alma tristes.
Jamed me habló si hablarme de ella. Y yo acabé turbada por la hondura de su melancolía. De sus lágrimas y sus silencios, conocí una historia. Esta: “De cómo Jamed conoció Amaranta”.
-“Fue una noche de verano. Ella me miró desde el fondo de sus ojos verdes –me dijo Jamed y supe que ya estaba perdido para siempre”.
Apenas sí conseguí arrancarle más palabras que éstas que repetía como una obsesión. Durante semanas, meses… le perseguí inútilmente. Vigilé su sueño sin que él lo supiera, le convidé a beber largos tragos de vino y ron, sin conseguir que se emborrachara y se lanzara a contarme su historia.
-“Una vez conocí a Amaranta”…
Le obsequié con veladas íntimas, con palabras ardientes y sonrisas seductoras. Le preparé sus platos preferidos y amándole le ayudé a viajar a los lugares que siempre había soñado visitar.
-“Una vez conocí a Amaranta –me decía una y otra vez volviendo a su silencio.
Le narré los relatos de la fundación de Mogador, la asombrosa ciudad del desierto que tanto le fascinaba. Le conté el aroma de sus jardines. Y le regalé la memoria de todos los viajeros que habían cantado a aquella ciudad rosa del desierto.
-“Una vez conocí a Amaranta” –repetía obstinadamente una y otra vez.
Vigilé sus sueños y vigilias y llegué a convertir su cuerpo en un jardín. También le regalé el jardín de mi cuerpo. Hice como que le entregaba el alma. Pero aquel hombre melancólico que tenía los ojos de lluvia era incapaz de pronunciar ninguna otra palabra. Recordé entonces a mi abuela, de la que sólo conocí los ojos y las manos. Recordé una palabra, un nombre mágico. Una ciudad: Ez-Rachidia.
En aquella ciudad de arena blanca, vivía Zainab. A ella, cabalista excepcional y experta en las artes de la nigromancia, acudían viajeros curiosos en busca de una pócima o una oración para sus almas atormentadas, algún ungüento para sus heridas incurables, alguna palabra alentadora para seguir el camino… y conquistar así a la persona amada.
A ella acudí. A ella. Con la esperanza quebrada. Sabedora de que sólo ella poseía la llave que me desvelaría la puerta de su misterio.
Y así fue.
JESÚS ÁNGEL REMACHA

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