domingo, 15 de junio de 2008

EL HILO DE ARIADNE

Aquella mañana, antes de ir a Aranda, Plinio estuvo paseando por el Retiro. Fue un impulso irrefrenable. Un pálpito. Un hormigueo al que no supo ni quiso resistirse. El Retiro –susurró. Ese mágico rincón de Madrid en el que solía encontrarse con Lidia.
Apenas había amanecido. Venus aún se veía en el cielo. Y el parque republicano, solitario, empezaba a recibir a madrugadores amantes. Plinio sintió que un hilo invisible le llevaba hasta Lidia. Un hilo que le iba abrazando, rodeando, llenando de magia. Y…
Y Plinio vio a Lidia. La vio patinando feliz al pie de la estatua del ángel caído. La vio leyendo un libro de García Montero en las balaustradas del estanque. La vio hablando con Ana al abrigo del Palacio de Cristal.
-Lidiaaaaaa.
Lidia levantó la cabeza, sorprendida, desconcertada. No lograba ver a Plinio. Su voz parecía llegar desde todos los rincones del Retiro. Plinio seguía llamándola: -Lidiaaaaaaaaa. Y, Lidia, patinadora de la luna, buscaba ávidamente a Plinio, sin encontrarlo.
Lidia y Plinio supieron, al instante lo que ocurría. La diosa Hera, muerta de celos, quería evitar a toda costa su encuentro. (Y es que hay dioses que no se enteran)
Plinio pensó en Penélope y Lidia en Ariadne. Y el hilo que teje y desteje el tiempo hizo que pudieran encontrarse. Corrieron, desde lejos, el uno a los brazos del otro. Y no dejaron de abrazarse. Fue un segundo y fue la eternidad entera. Fue un grano de arena y el tiempo en el que tarda en formarse un desierto. Una estalactita y una estalacmita que por fin pueden besarse.
Plinio lloró y lloró Lidia. Y un estremecimiento semejante al de la creación del mundo recorrió sus cuerpos. Se abrazaron y no podían dejar de abrazarse y nadie se había abrazado nunca como ellos lo hicieron.
Plinio se fue a Aranda, pero aún sigue abrazado a Lidia, allí, en su rincón favorito. En el Retiro. JESÚS ÁNGEL REMACHA

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